¿Época de cambios o cambio de época?
Desde los poderes públicos se nos sigue hablando de “recuperación”, de que estamos ya cruzando “el cabo de Hornos”, que si bien aún estamos en el agua, ya vemos la playa de la salvación. Es decir, nos están diciendo que todo indica que en poco tiempo recuperaremos las constantes económicas de crecimiento y desarrollo económico. No vale ya la pena desmentir esas afirmaciones. Lo mejor es no seguir hablando de crisis, ya que ello conlleva una mirada alicorta sobre cómo enfrentarse a los problemas actuales (en clave de espera, de contención y de esperar a que escampe) y tratar de orientarnos en el nuevo escenario en el que inevitablemente estamos entrando (en el que inevitablemente deberemos no solo modular las respuestas, sino cambiar las preguntas). Y ello exige discutir y ponernos (o no) de acuerdo sobre qué bases, sobre qué valores y principios vamos a plantearnos los tradicionales temas de redistribución y solidaridad que están en la base de la convivencia social en cualquier comunidad.
De momento estamos atrapados en un debate en el que unos dicen que todo va bien, y que sólo hemos de esperar a lo peor se desvanezca, pero mientras no dejan de tomar decisiones que van cambiándolo estructuralmente todo. Otros, en cambio, no paran de denunciar lo que ocurre, pero siguen aferrados a que todo podrá ser como era si cambiamos el signo político de los que dicen gobernarnos. Es evidente que no es lo mismo que gobierne uno u otro, pero, los problemas son más profundos. Afectan a coordenadas vitales básicas: trabajo, subsistencia, cuidado, vínculos, espacio. Nuestra sociedad ha cambiado muy profundamente en muy pocos años y esto afecta sin duda a los jóvenes, tanto desde el punto de vista de la propia definición de “grupo” como desde el punto de vista de las políticas públicas que les afectan.
Los principales parámetros socioeconómicos y culturales que fundamentaron durante més de medio siglo la sociedad industrial están quedando atrás. Asistimos a una época de transformaciones de fondo y a gran velocidad. El cambio predomina sobre la estabilidad, miremos donde miremos. Y así, los instrumentos de ánalisis y reflexión que apoyaron nuestra interpretación del estado de cosas anterior (el llamado estado fordista, estado industrial o estado del bienestar) resultan cada vez más obsoletos. Ello se manifiesta en la propia caracterización de las edades como hitos que discriminan fases en el ciclo vital de cada quién. Y tenemos crecientes dificultades para ubicar los hitos vitales que distinguen a niños de jóvenes, a jóvenes de adultos, o adultos de mayores, cuando además todo ello se complica según hablemos de hombres o de mujeres, de personas que viven en grandes ciudades o en zonas de baja densidad, o si se trata de personas con trayectoria laboral más o menos centrada en esfuerzos físicos y manuales.
Mantenemos asimismo estereotipos de especialización laboral-familiar que nos funcionan cada vez menos. Y seguimos especulando con continuidades y permanencia laborales que son más y más infrecuentes. Todo lo que rodea al tema de las edades, rápidamente se conecta con familia, trabajo, movilidad, cuidado, servicios…, y por tanto, “empapa” el conjunto de fases vitales de cualquier individuo. Y todo ello ha estado sometido a profundas transformaciones en los últimos tiempos. La resultante es una evidente heterogeneidad en las situaciones más básicas de trabajo, cuidado, aprendizaje y descanso.
El tema clave es que hemos venido funcionando desde hace tiempo con una concepción de la vida muy vinculada al trabajo. Un trabajo estructurador y estable. Un trabajo al que se consagraba la fase inicial de la formación y el aprendizaje, y del que uno salía ya casi al final de la existencia vital. Se ha usado la metáfora de las dos estaciones, verano e invierno, para caracterizar ese relato anterior de las trayectorias vitales que se configuraban desde y para el trabajo. En estos momentos, este relato resulta simple y empobrecedor en relación con trayectorias vitales mucho más complejas, heterogéneas y diversificadas. Manteniendo el símil de las estaciones, vemos como asume una importancia creciente la primavera como fase constitutiva del aprendizaje, anticipando adolescencia y expandiendo la juventud hacia fases que antes eran consideradas plenamente de adultos. Y necesitamos la expansión del otoño para poder encuadrar el significativo alargamiento de la vida, y la diversificación de espacios de trabajo, cuidado, aprendizaje y ocio que surgen y se multiplican en esa nueva madurez vital. Sabiendo, además, que las estaciones y sus transiciones nunca funcionan de manera automática ni maquinal, y que constantemente asistimos a mutaciones del tiempo y del clima que no dejan de sorprendernos.
Las carencias y estrecheces del relato hasta ahora hegemónico, ha situado a los jóvenes, en definitiva, como personas frágiles, necesitadas de atención, con problemas de exceso de emoción y de falta de estabilidad, muy limitados en cuanto a sus posibilidades de trabajo y reflexión, básicamente inmaduros y destinados a ser objeto de dirección y disciplina por parte de quiénes si sabían lo que había que hacer. Con estos mimbres, no resulta extraño que las políticas públicas que se orientan a este gran colectivo de personas resulten esencialmente obsoletas y pocas satisfactorias para sus destinatarios. Es asimismo cierto, que ha ido surgiendo otro relato, no menos insatisfactorio por simplista, que sería el de juventud permanente. La juventud sería así una especie de situación permanente, que solo acabaría en la decrepitud física. Es evidente, que ese tampoco es un relato que refleje la realidad multiforme y muy desigual de los jóvenes en cuanto a recursos económicos, cognitivos o relacionales.
Necesitamos repensar estas concepciones, tratando de recomponer a las personas en su plenitud, superando la fragmentación de problemas y respuestas, y evitando tanto la infantilización de la juventud (personas que padecen limitaciones significativas en su capacidad para ejercer plenamente su autonomía personal) como la ilusión de una etapa dorada (irreal y parcialmente sólo accesible a unos pocos). La manera de repensar esa realidad precisa partir de una concepción plena de ciudadanía, en la que podamos caber todos, sea cual sea nuestra edad, género u origen.