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A finales de los años ochenta el gobierno conservador del Canciller Helmut Kohl estaba desgastado y de capa caída. En las siguientes elecciones iba a ser desplazado del poder por los socialdemócratas. El movimiento social de los alemanes del Este, que la perestroika soviética puso en marcha y que determinó que las autoridades de la RDA abrieran el muro y accedieran a la quiebra de su régimen pacíficamente, abrió unas inesperadas nuevas posibilidades para Kohl y los suyos. El reto de la derecha conservadora de Bonn era cómo instrumentalizar la nueva situación para mantenerse políticamente en el poder unos cuantos años más. La cultura política de la oposición de la RDA, que con la quiebra del régimen pasó en cuatro días de un estatuto marginal a una posición dirigente, era un problema para aquel propósito.
A diferencia del resto de los movimientos disidentes del Este de Europa, que tuve ocasión de conocer a fondo en la primera mitad de los años ochenta, la oposición germano-oriental, encabezada por escritores, intelectuales, jóvenes antimilitaristas y teólogos de la iglesia protestante, era bastante socialista e incluía una fuerte impronta verde-ecologista, doble resultado de las influencias del movimiento verde alemán occidental y de la desastrosa degradación del medio ambiente que dejaba el uso intensivo de carbón en la industria de la RDA. Todo eso, así como el propósito de dignificar tras la caída del régimen un Estado que no se consideraba nefasto por socialista sino por dictatorial, se reflejaba bastante claramente en los programas de las organizaciones que asomaron en vísperas de la reunificación.
Recordemos que el Neues Forum abogaba por una “fuerte participación de los trabajadores”, la Initiative für Frieden und Menschenrechte quería “estructuras descentralizadas y autogestionadas”, la Vereinigte Linke proponía un “control colectivo de los trabajadores sobre las empresas y la sociedad” y hablaba de una “socialización de verdad” en lugar de la “socialización formal-estatal”, y que el programa del SPD del Este abogaba por una, “economía social de mercado orientada ecológicamente”.
Esa cultura vaticinaba una perspectiva de reunificación compleja entre dos Estados, si no iguales –el desequilibrio de potencia entre la RFA y la RDA era manifiesto– sí por lo menos igualmente soberanos. Lo que llamaremos el “programa disidente” de los opositores de la RDA era crítico y escéptico hacia la posibilidad de una súbita unificación. En noviembre de 1989, pocos días después de la apertura del muro, visité Berlín Este en un viaje relámpago desde Moscú, donde vivía en aquella época. Tres años antes en mi última entrevista con disidentes de la RDA, uno de ellos me había dicho, “lo que pase aquí depende de cómo vayan las cosas en Moscú”. Para 1989, en Moscú las cosas habían evolucionado de la peor forma posible para el régimen germano-oriental, hacia una inusitada liberalización, y de la mejor imaginable para el movimiento social. En casa de Gerd Poppe, líder de la Initiative für Frieden und Menschenrechte leí la declaración de Neues Forum sobre la caída del muro: “Hemos esperado este día durante casi treinta años, es un día de fiesta”, decía. Pero su contenido expresaba más alarma que fiesta: “quienes vivieron antes de 1961 (el año de la construcción del muro) conocen los peligros que nos amenazan: venta de nuestros valores y bienes a empresarios occidentales, mercado negro, y contrabando de divisas… No queremos cundir el pánico, ni nos oponemos a la urgente y necesaria cooperación económica con el Oeste, pero llamamos a no contribuir a las amenazantes consecuencias de la crisis”. La declaración subrayaba una emancipada ciudadanía germano-oriental desmarcada de la RFA: “Seguiremos siendo pobres aún mucho tiempo, pero no queremos una sociedad en la que especuladores y competidores nos saquen el jugo. Sois los héroes de una revolución política, no os dejéis inmovilizar por viajes e inyecciones consumistas… Habéis destituido al Politburó y derribado el muro, exigid elecciones libres para una verdadera representación popular sin dirigentes impuestos. No se os preguntó ni por la construcción del muro ni por su apertura; no dejéis ahora que os impongan un concepto de saneamiento económico que nos convierta en el patio trasero y reserva de mano de obra barata de Occidente”. “No queremos convertirnos en el último estado federal de la RFA”, me dijo Poppe al despedirnos55.
Esta cultura política de los disidentes de la RDA sugería un escenario de reunificación a largo plazo con ciertas posibilidades de síntesis: una nueva Alemania con una nueva constitución que aboliera la vigente prohibición de huelga política, o la existencia de una policía política –la célebre Stasi del Este y el BfV del Oeste–. Una Alemania que asumiera la igualdad como valor constitucional central. Un país no solo sin tropas soviéticas, sino también sin tropas americanas, sin bases extranjeras ni armas nucleares y sin pertenencia a la OTAN, lo que habría acabado definitivamente con esta organización y con la subordinación de Europa a EE. UU. en materia de política exterior y de defensa. Una nueva Alemania que dibujara un segundo “Modell Deutschland”, con determinadas concesiones del capital a un orden más social en la nación y más respetuoso con el medio ambiente a cambio de la reunificación.
Todo ese potencial fue barrido de un plumazo por lo que el joven escritor germano-oriental Ingo Schulze describe como, “una oferta maravillosa” del canciller Helmut Kohl y sus rodados asesores de Bonn, “que se impuso sobre cualquier consideración crítica”56. Kohl estableció, en mayo de 1990, la paridad 1-1 entre el Deutsche Mark y el marco del Este para ahorros de 6.000 marcos (una fortuna en la RDA, y dos meses de sueldo de un periodista de la RFA de entonces) y de 1-2 para patrimonios más altos. Los alemanes del Este sintieron como si les hubiera tocado la lotería. En julio Kohl les prometió convertir sus regiones en “paisajes floridos” (“blühenden Landschaften”) y lo realizó en un primer momento, por lo menos en la imaginación, con la mencionada paridad. En aquella euforia cargada de promesas de abundancia, los discursos y voluntades mayoritariamente verdes y socialistoides de escritores, intelectuales y disidentes se disolvieron como un bloque de hielo al sol entre las luces e impactos sicológicos de las experiencias directas de la gente común con la prosperidad del Oeste. Esa “oferta maravillosa” llevó a la gente a votar primero al partido de Kohl en las elecciones de marzo de 1990, y a quienes favorecían una simple anexión de la RDA por el cuadro socio-económico y constitucional de la RFA en septiembre.
Mucho de todo este giro radical, resulta incomprensible sin atender a la frenética rapidez de la espiral de sucesos y a las súbitas y vivas emociones que aquella etapa conoció. El mérito de Helmuth Kohl y de los veteranos políticos de la derecha empresarial de Bonn fue una hábil y rápida administración de esa situación, que deslumbró a la gente común del Este con las luces y expectativas de una rápida mejora material y acabó transformando el orgulloso y rebelde “Wir sind das Volk” (“el pueblo somos nosotros”) del otoño de 1989, en un mucho más moldeable “Wir sind ein Volk” (“somos un pueblo”) que subrayaba la unidad nacional y fue tomando fuerza a partir de la apertura del muro para imponerse en 1990.
En el orden internacional, que la reunificación alemana se resolviera no mediante alguna forma de síntesis sino con una simple anexión, tuvo consecuencias mayores. Para Estados Unidos, lo más importante de la reunificación alemana era que, “Alemania siguiera en la OTAN porque de esa forma la influencia de América en Europa quedaba garantizada”. Así lo aclara Condoleezza Rice que durante los hechos era consejera de la Casa Blanca para el tema alemán. Rice repitió hasta seis veces ese punto en una entrevista con Der Spiegel publicada en septiembre de 2009. “Lo que no fuera eso, habría equivalido a una capitulación de América”, dijo. Kohl sabía que garantizándoles la continuidad de la OTAN tendría a los americanos de su parte. Respecto a los soviéticos, simplemente no tenían una política para sacarle partido a su histórica retirada de Europa central/oriental, de la que Alemania era el centro. Como explico en mi libro sobre la transición rusa, en Moscú se propició una quiebra optimista del orden europeo cuyo resultado fue desaprovechar la oportunidad para crear un sistema de seguridad unificado y sin bloques, de Lisboa a Vladivostok. La mayoría de los alemanes, del Este y del Oeste, –y esto lo reconoce el propio Kohl en sus memorias– preferían una Alemania fuera de la OTAN. Las encuestas de febrero de 1990 otorgaban un apoyo del 60% a ese escenario. Ni Moscú, ni las fuerzas políticas alemanas jugaron con eso y la ocasión se perdió. La consecuencia fue una guerra en Yugoslavia, cuyo sentido esencial fue dar razón de ser a una OTAN en paro, y más tarde la institucionalización del intervencionismo militar, alemán y europeo, en el mundo de la mano de una OTAN globalizada57.
Algunos historiadores describen a Alemania como nación de revoluciones fallidas. Con su reunificación de 1990, el país hizo honor a esa tradición. La reunificación, ambiguamente descrita por el establishment alemán como “Wende” (cambio, giro) y celebrada institucionalmente como una gesta popular, tuvo lugar, pero la simple realidad es que su vector popular no impuso ningún cambio significativo de futuro en la nueva situación, y que se dejó secuestrar por la derecha y los poderes fácticos del Oeste cuyo programa para el Este era una anexión restauradora. Todo el Este de Europa (excepto la Yugoslavia no alineada, lo que explica mucho por qué se promocionó desde fuera la desintegración nacional, que, desde luego, también tenía claros factores internos) siguió la misma pauta: por un lado las sociedades se liberaron y normalizaron en muchos aspectos, un bien indiscutible, pero el precio fue una hegemonía de las fuerzas conservadoras y una continuidad del orden subordinado posterior a 1945, ahora con una sola potencia. Todo ello dio alas a la “Gran Desigualdad” en los últimos baluartes de la Europa social.
55 En Poch-de-Feliu, 2003, La Gran Transición. Rusia 1985-2002.
56 Entrevista con el autor, Berlín 2010.
57 Véase Rice y Zelikov, Sternstunde der Diplomatie. Die Deutsche Einheit und das Ende der Spaltung Europas. Berlín, 1997. Kohl, Ich wollte Deutschlands Einheit, 1996. Para los aspectos del proceso en Moscú, La Gran Transición.