4. Diagnóstico. Problemas comunes
Hasta aquí, en el capítulo anterior, hemos analizado la problemática de cada sector o situación de especial vulnerabilidad, una a una. Esa forma de proceder, como ya se apuntó desde las primeras líneas del informe, tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Permite analizar con mayor detalle o concreción cada situación, pero no favorece una visión global, que descubra y ponga de relieve las relaciones que existen entre las diferentes situaciones, la continuidad que a veces se da entre ellas, los problemas que, en mayor o menor grado, comparten. Esto último es lo que pretendemos hacer en este nuevo capítulo.
La cuestión que pretendemos responder es ésta: ¿Existen algunos problemas comunes, que se repiten en unas y otras situaciones? Algo así como una serie de elementos transversales que afectan a todos o a muchos de los sectores analizados y que condicionan la respuesta que se ofrece a sus necesidades.
Destacaremos, pues, aquí algunos de los aspectos observados reiteradamente y que afectan, sobre todo, a la actuación institucional ante las situaciones de especial vulnerabilidad; elementos de preocupación que se repiten, según nuestros análisis, y que constituyen una especie de denominadores comunes de la intervención con menores en estas situaciones; cuestiones preocupantes desde una perspectiva garantista, necesitadas de mejora y que constituyen auténticos retos, tanto en la defensa de los derechos de estas personas como si queremos lograr una intervención más eficaz.
Se trata de debilidades en la respuesta a las necesidades de los/las menores en situación de especial vulnerabilidad que hemos podido observar en nuestras actuaciones. Se basan, naturalmente, en el análisis de una realidad concreta, la del País Vasco, pero seguramente buena parte de ellas se puedan extrapolar a otras situaciones y a otros lugares.
De acuerdo con las características y funciones de la institución del Ararteko, el análisis, como se verá, se centra principalmente en las limitaciones, problemas o debilidades de nuestros "sistemas" más directamente concernidos en la atención a los/las menores: los sistemas de protección de la infancia; el sistema educativo; el sistema de justicia juvenil; el sistema de salud… Es evidente que se trata de una visión que deja en un segundo plano otros elementos tan importantes como el entorno familiar –clave en tantas de las situaciones analizadas– o como determinados factores estructurales que, en muchísimos casos, están en la raíz de las situaciones de vulnerabilidad.
Dicho de otro modo: es cierto que una parte de los problemas que se dan en la respuesta a las situaciones de especial vulnerabilidad son achacables a las debilidades de nuestros sistemas –y en ellos nos centraremos aquí, porque es lo que nos compete–, pero no debemos olvidar que, con frecuencia, el que se produzcan dichas situaciones no se debe a ellos sino a otras causas "ajenas".
Así, por ejemplo, el origen de buena parte de las situaciones de riesgo para los derechos de las personas menores se sitúa, sin duda, en el hecho de que quienes deben garantizárselos (como la familia) no cumplen o cumplen insuficientemente con dicha función, por los motivos que sea. En otras ocasiones, el origen –al menos el origen inmediato– de una situación de riesgo para el menor o para sus derechos puede encontrarse en las actuaciones (conscientes o inconscientes) del propio menor. (Sirvan como ejemplo de esto, las prácticas de riesgo en el consumo adolescente de drogas.)
Es muy importante tener en consideración este tipo de causas, especialmente cuando lo que se busca es prevenir, evitar las situaciones de especial vulnerabilidad; no tanto responder a ellas una vez que ya se han producido. Aquí, sin embargo, vamos a centrarnos en los fallos en las respuestas y, especialmente, en los fallos, problemas o limitaciones que se suelen observar en las respuestas institucionales.
De acuerdo con nuestra experiencia de estos años en el seguimiento de las situaciones ya descritas, y desde esta perspectiva, destacaremos aquí once debilidades por considerarlas especialmente significativas:
1ª Los problemas de relación y responsabilización entre los servicios especializados y las redes asistenciales ordinarias
Ante bastantes situaciones de riesgo o de especial vulnerabilidad, a veces por imperativo legal, la respuesta de las instituciones se suele concretar en un determinado servicio especializado. Sirvan como ejemplo los centros u hogares de acogida residencial para menores en situaciones de grave riesgo o desamparo, o los centros de internamiento para adolescentes infractores de la ley…
Se observa que, con frecuencia, la existencia de estos servicios especializados inhibe la intervención de las redes ordinarias, o es utilizada como pretexto para reducir su grado de implicación o respuesta. Nos referimos a la respuesta de la red educativa ordinaria, la de la red sanitaria, la de la red de servicios sociales de base… Parece como si funcionara una especie de excusa fácil: Puesto que ya existen servicios especializados, que sean ellos quienes atiendan a este o a esta menor. Conviene advertir que, cuando así sucede, los riesgos asociados a la institucionalización aumentan (puesto que todas las necesidades deben ser cubiertas por los recursos del propio centro especializado), al tiempo que las posibilidades de normalización e integración social de los menores disminuyen.
Pongamos por ejemplo el caso de los adolescentes que tienen problemas con la Justicia. Es claro y fundamental el trabajo preventivo que los diferentes servicios (educativos, sanitarios, sociales, policiales…) pueden realizar respecto a estas personas menores de edad y a sus familias, tanto en los períodos previos a la comisión del hecho delictivo, como con anterioridad o posteridad a la ejecución de las medidas judiciales impuestas. Y es evidente, también, que la implicación de las redes ordinarias, incluso durante el tiempo de ejecución de las medidas más drásticas, como puede ser el internamiento, presenta enormes ventajas.
Algo parecido sucede, en muchos casos, con los menores extranjeros no acompañados –cuando la respuesta a sus necesidades educativas no se da en los centros ordinarios de la zona o con personal de Educación sino en los propios recursos de acogida o con personal contratado por ellos–, o, seguramente en menor grado, cuando existe un aula o un personal específico para atender a determinadas necesidades educativas especiales, o cuando se contratan servicios de atención psiquiátrica que atiendan a adolescentes con graves problemas de conducta o de salud mental, al margen de la respuesta que pueda ofrecer el sistema ordinario de salud… Son muchos los ejemplos que podríamos poner.
En general, se trata de iniciativas llevadas a cabo con la mejor voluntad y, precisamente, para poder dar respuesta a necesidades que, de otro modo, no se cubren o cuya solución se retrasa. Sin duda, es mejor dar respuesta a las necesidades que no darla. Pero lo preocupante es la inhibición o la falta de implicación que ello suele provocar en los servicios que, de acuerdo con la organización del sistema, son los responsables de prestar la atención debida.
De acuerdo con la perspectiva que corresponde a la institución del Ararteko, es preciso evitar estos riesgos e impulsar la mayor implicación posible de los servicios ordinarios, vencer resistencias, cuando existen, y mantener con firmeza determinados criterios ligados a derechos fundamentales, como puede ser la escolarización obligatoria para todos hasta los dieciséis años, independientemente de cuál sea la situación concreta del menor.
2ª Los problemas de coordinación entre servicios e instituciones que pertenecen a diferentes administraciones o departamentos
Casi siempre, la respuesta a las situaciones de mayor vulnerabilidad, por su propia complejidad, exige la intervención de diferentes instancias y servicios, a veces durante tiempos prolongados. Servicios que, muchas veces, dependen de administraciones (estatal, autonómica, territorial, local…) o departamentos diferentes: bienestar social, educación, sanidad… Exigen, pues, intervenciones coordinadas, intercambios de información entre profesionales de diferentes sectores, continuidad de los itinerarios, personas que puedan servir de referente a lo largo de todo el proceso…
Con frecuencia, el hecho de que dependan de diferentes departamentos o de diferentes administraciones (locales, provinciales, autonómicas, estatales) se convierte en una dificultad añadida al trabajo profesional, dificultad que, en el mejor de los casos, se suele superar mediante un esfuerzo suplementario y la buena voluntad de las partes.
Sirvan como ejemplo las dificultades de articular el llamado espacio sociosanitario (analizado en uno de los informes extraordinarios hecho público recientemente por esta institución), o los problemas para coordinar o dar mayor coherencia a los itinerarios e intervenciones con adolescentes del sistema de protección que, al mismo tiempo, cumplen medidas judiciales; una situación que se da en bastantes casos.
Un caso especialmente significativo en cuanto a la necesaria intervención de múltiples instancias y administraciones es el de los menores extranjeros no acompañados: intervienen las fiscalías de menores, las subdelegaciones del Gobierno, los servicios de infancia de las diputaciones forales, diferentes policías (locales, autonómica y estatal), servicios de sanidad, servicios de educación, servicios municipales… Ello ha exigido la elaboración de diferentes protocolos de actuación común.
Las repercusiones de actuar de forma descoordinada son claras: desconexión o falta de continuidad entre las diferentes intervenciones, lagunas, duplicidades, peloteos, ausencia de criterios comunes…, con consecuencias negativas tanto para los servicios (falta de eficacia o despilfarro de energías y recursos) como para los propios menores (desatención o atenciones incoherentes).
Ante estas deficiencias o dificultades, es ya casi un lugar común hablar, como desiderátum, del trabajo en red. Desgraciadamente, entre nosotros no son muchas las experiencias de trabajo en red en las situaciones de especial vulnerabilidad de la infancia aquí analizadas. En todo caso, mientras se avanza en tal dirección, existen medidas tal vez menos ambiciosas pero aplicables de inmediato y que supondrían mejoras significativas: mecanismos de coordinación, protocolos comunes de intervención, tutorización y seguimiento de los itinerarios individuales completos por parte de sólo una o dos personas profesionales que hacen de referentes, aprovechamiento de los sistemas informáticos, guías de buenas prácticas…
3ª La ausencia o insuficiencia de marcos normativos que delimiten con claridad las responsabilidades de todos los elementos intervinientes y establezcan los procedimientos o los requisitos que deben reunir los recursos
Así como en los servicios de larga tradición y plenamente consolidados (como puede ser el sistema educativo o el sistema sanitario) existe una regulación, incluso exhaustiva, de las diferentes situaciones, y un desarrollo apreciable de los mecanismos de control, inspección o evaluación, en otros campos de actuación (por ejemplo, en materia de protección de menores) no sucede lo mismo.
Por otro lado, en la atención a niños, niñas y adolescentes en situaciones de especial vulnerabilidad es muy frecuente que la prestación concreta del servicio se delegue, por ejemplo, en una asociación, una congregación o un grupo de personas que lo gestiona directamente y que, por ello, recibe de la Administración una cantidad económica, bien mediante convenio bien mediante otra fórmula (ayuda, concierto, contrato…). Esta situación se da, en mayor o menor grado, en casi todas las administraciones de nuestro entorno. Ciertamente, más en unos sectores que en otros, y más también en unos territorios que en otros. Pero se trata de una situación muy extendida.
Sin entrar aquí en la discusión sobre las ventajas e inconvenientes que puedan tener los diferentes modelos (servicios propios de titularidad pública y con personal funcionario, servicios contratados o convenidos; servicios creados a iniciativa del tercer sector…), la realidad observada exige, al menos, insistir en dos cuestiones que consideramos básicas:
1) La responsabilidad última de la atención a los y las menores en riesgo o especial vulnerabilidad es, a todos los efectos, de la administración competente en cada caso y no puede ser delegada. Podrá ser delegada la gestión de un recurso, pero no la responsabilidad final del servicio ofrecido. De acuerdo con la Convención de los Derechos del Niño, el cumplimiento y la garantía de los derechos de la infancia es siempre responsabilidad última de los "Estados parte". Y la responsabilidad o competencia de cada administración está fijada por la ley (en la Ley de servicios sociales; en la Ley de atención a la infancia…).
2) La gestión de los recursos por parte de asociaciones hace aún más necesaria la clarificación de los marcos de actuación: condiciones mínimas de los locales, cualificación y formación del personal, derechos y deberes de las partes, existencia y supervisión de los reglamentos de funcionamiento y las normas de convivencia, definición y revisión de los convenios, control, asesoramiento, inspección y evaluación externa…
Algunas realidades analizadas permiten afirmar que, en determinados casos, existe, o al menos ha existido durante muchos años, una ausencia notable de marcos normativos y de los mecanismos de control necesarios, lo cual supone, a juicio de esta institución, una dejación de responsabilidades por parte de la Administración competente.
No es que la existencia de un marco normativo, por sí mismo, solucione los problemas, pero sí clarifica responsabilidades, establece exigencias mínimas, ofrece un marco de garantías incluso para los propios profesionales y, en función de él, permite una mayor seguridad jurídica para todas las personas –incluidas las personas menores de edad– en la exigencia de sus derechos. Facilita también la actuación de las instituciones de garantía de derechos, como puede ser la del propio Ararteko.
Pero, además, la falta de claridad en la delimitación de responsabilidades puede afectar no sólo a las asociaciones o a las administraciones, sino también a las familias de los-las menores en riesgo. En muchas ocasiones parece necesario y posible incrementar la colaboración con ellas. A pesar de los cambios que se están dando en los modelos familiares, todavía hoy, entre nosotros, la familia sigue teniendo un papel clave a la hora de garantizar los derechos y el bienestar del menor. Un papel que debe ser apoyado por las instituciones mediante el refuerzo de los cauces de colaboración, siempre que sea posible.
Como ya se ha señalado en anteriores capítulos, la inmensa mayoría de las quejas que se reciben en el Ararteko en materia de menores, son presentadas por los padres, madres o tutores de los propios menores, muchas de ellas por estar en desacuerdo con las decisiones adoptadas por tal o cual servicio. En este sentido, resulta de gran importancia que los marcos normativos prevean o establezcan con claridad los procedimientos para resolver este tipo de situaciones (vías de queja…).
4ª La falta de planificación y, sobre todo, la falta de evaluaciones públicas que permitan valorar la eficiencia de las intervenciones
Con frecuencia, las intervenciones institucionales respecto a un determinado colectivo de menores o en respuesta a una situación de riesgo o especial vulnerabilidad –a veces por la urgencia de la propia intervención– se dan sin que exista un plan en el que puedan ser enmarcadas y, consiguientemente, evaluadas. Un plan que establezca las prioridades, los objetivos que se pretende alcanzar en un determinado tiempo, los recursos que se ponen a su disposición, los mecanismos de seguimiento, las responsabilidades y límites de cada parte, los indicadores y sistemas de evaluación, los plazos…
La inexistencia de planes o compromisos públicos reduce las posibilidades de control social sobre las actuaciones de la Administración y dificulta, incluso, las intervenciones de control y en defensa de los derechos de las entidades que pueden y deben hacerlo.
Hay que reconocer, sin embargo, que en los últimos años se ha dado entre nosotros una tendencia creciente a elaborar planes sectoriales de atención a la infancia y adolescencia, planes que plantean específicamente la prevención y la respuesta a situaciones de riesgo o de especial vulnerabilidad, lo cual supone un paso en la buena dirección.
De hecho, como se habrá podido comprobar, nosotros mismos, en este informe, hemos utilizado algunos de esos planes como marco de referencia o de análisis.
No podemos decir lo mismo respecto a las evaluaciones que, a nuestro juicio, tendrían que ser participativas, sistemáticas, públicas, y servir de base para la toma de decisiones que se considere más adecuada.
En esto queda aún mucho por avanzar. Es todavía frecuente que los programas o los servicios puestos en marcha se mantengan en el tiempo, independientemente de sus resultados. Queda mucho para asumir como normal que un plan, un programa, una institución, un servicio… que no cumple razonablemente con los objetivos perseguidos debe ser revisado, modificado o suprimido. Más aún, para presentarlo así ante la opinión pública.
5ª Las dificultades para dar respuestas adecuadas a necesidades emergentes o que crecen rápidamente
A veces se plantean situaciones de especial vulnerabilidad y necesidades novedosas o que en un determinado momento cobran una dimensión inesperada: presencia de un importante colectivo de menores extranjeros no acompañados, incremento de adolescentes en acogimiento con graves problemas de conducta, adolescentes que agreden a sus progenitores, extensión del ciberbullying…
Respecto a la aparición de "nuevas" situaciones de vulnerabilidad, conviene advertir, de entrada, que no siempre lo son. A veces se trata más bien de realidades ocultas o poco conocidas que en un determinado momento salen a la luz o cobran una dimensión inesperada (seguramente, el maltrato o acoso entre iguales puede ser un buen ejemplo de esto).
En cualquier caso, de acuerdo con nuestra experiencia, sí podemos detectar algunas necesidades emergentes o que, por todos los indicios, van en aumento entre nosotros: presencia de un importante colectivo de menores extranjeros no acompañados; incremento de adolescentes en acogimiento con graves problemas de conducta o con graves problemas asociados al consumo de drogas o con graves problemas de enfermedad mental; adolescentes que agreden a sus progenitores; utilización de las nuevas tecnologías en casos de acoso o maltrato entre iguales; demandas de las familias a las instituciones para que se hagan cargo de sus hijos, por sentirse incapaces de controlarlos o de ejercer sus funciones; utilización de los menores como arietes en contra del otro miembro de la pareja en casos de separaciones conflictivas…
Tal vez el ejemplo más significativo o que ha supuesto un mayor debate social se ha dado, al menos en nuestro entorno, en lo que respecta a los menores extranjeros no acompañados, muchos de ellos de origen magrebí, objeto de análisis en varios de nuestros informes y también en éste. Pero, en mayor o menor grado, cualquiera de las otras situaciones apuntadas presenta características o dificultades igualmente destacables (las prácticas de riesgo en el consumo de drogas, la enfermedad mental, los graves problemas de conducta…).
En estos casos, con frecuencia, suele suceder que los recursos previamente existentes no se adecuan a esas necesidades: no existen en los centros de acogida, por ejemplo, profesionales con dominio de árabe o que conozcan las culturas de los menores extranjeros acogidos; o los programas de deshabituación existentes excluyen a las personas menores de edad y están basados en la voluntariedad; o los servicios de salud mental ofrecen una respuesta claramente insuficiente a las necesidades de la población infanto-juvenil; o no existe una legislación o mecanismos eficaces para controlar contenidos ilícitos o claramente delictivos en una red tan potente como Internet; o no existen suficientes puntos de encuentro o servicios de mediación que palíen los riesgos para el menor o la menor en casos de separaciones conflictivas…
En estos casos, además, las dificultades suelen acumularse: es difícil prever las necesidades con antelación y, por consiguiente, planificar y anticiparse a ellas; puede que no exista una conciencia social favorable o que exista, incluso, un rechazo social a determinadas actuaciones de ayuda a sectores considerados problemáticos; los equipos profesionales no se sienten suficientemente preparados; los programas existentes, puestos en marcha con el esfuerzo de años, no responden o no resultan adecuados a las necesidades inmediatas de estos colectivos… Y, sin embargo, urgen las respuestas.
El análisis de estas realidades puede interesarnos en sí mismo, para conocerlas mejor o para ofrecer, así, una mejor respuesta a cada una de ellas. Pero nos interesa, también, porque puede ayudarnos a detectar cuáles son los fallos o las limitaciones del sistema. Porque, con mucha frecuencia, las "nuevas" realidades, más que crear nuevos problemas o nuevas necesidades, ponen de manifiesto o hacen más visibles viejas contradicciones que ya existían pero que pasaban desapercibidas.
La escolarización de inmigrantes, por poner un ejemplo, pone en cuestión los criterios de admisión de alumnos a los centros educativos, la existencia de cuotas o conceptos económicos en tramos de enseñanza teóricamente gratuitos, los sistemas de integración, la equidad en la distribución de los recursos entre diferentes centros… Evidentemente, no se trata de cuestiones nuevas que la inmigración plantee; lo que ésta hace es agudizar o destapar viejas contradicciones que permanecían semiocultas.
En todo caso, no parece que se trate de situaciones coyunturales o que vayan a desaparecer a corto plazo. Más bien, al contrario. Parece necesario, pues, revisar las actuaciones y adaptar, sin dilación, recursos, criterios y programas. Y resulta necesario, también, que las instituciones de defensa de derechos, como el propio Ararteko, ofrezcan una atención prioritaria a estas situaciones, muchas de ellas ligadas a la adolescencia, por su especial complejidad y dificultad.
6ª Las resistencias a tomar medidas tanto compensatorias (que busquen la equidad) como preventivas (que eviten la aparición o consolidación de guetos)
Las administraciones, en general, suelen establecer para sus servicios ordinarios una serie de prestaciones básicas, exigibles y, en principio, iguales para todos. En algunos casos, el propio sistema introduce modificaciones para dar respuestas especiales a necesidades particulares; es el caso de las modificaciones introducidas en el sistema escolar para ofrecer una mejor respuesta a las necesidades educativas especiales o a determinadas necesidades específicas, como hemos visto en el capítulo anterior. Pero en muchos campos existe una resistencia a ofrecer respuestas diferenciadas: no respuestas iguales, sino compensatorias; que busquen la equidad, no la igualdad.
Tomemos, por ejemplo, la atención sanitaria a la salud mental de la infancia y la adolescencia, analizada específicamente en el apartado 3.9 del capítulo anterior. Entre nosotros existe un consenso bastante generalizado sobre la insuficiencia de la prestación que, en este campo, ofrece el servicio público de salud. Solo el propio servicio de salud parece discrepar de esta valoración. Y existe también consenso sobre las crecientes necesidades de atención psicológica y/o psiquiátrica de buena parte de los menores acogidos por las instituciones o en situaciones de especial riesgo. ¿Es defendible que en estos casos se modifique la lista de espera o se preste una atención más intensiva…, lo que exigiría revisar criterios de carácter general? Nosotros opinamos que sí. Y además defendemos que es posible establecer criterios flexibles y procedimientos garantistas que justifiquen un trato diferencial, cuando éste sea necesario.
Algo parecido sucede con las medidas tendentes a evitar la marginación o la configuración de guetos. En el capítulo anterior hemos abordado esta cuestión de manera específica en lo que respecta al sistema escolar: el riesgo de que, en determinados centros, se concentre una población escolar especialmente vulnerable, hasta el punto de que ello dificulte o haga inviable la integración social.
Pero ese riesgo también puede extenderse a otras situaciones como la que se da en los centros de acogida sólo para determinados menores o para determinados adolescentes considerados especialmente problemáticos. Este tipo de agrupamientos, con frecuencia, refuerza las imágenes sociales negativas o los estereotipos sobre determinados menores, haciendo aún más difícil su integración social.
Desgraciadamente, el riesgo de exclusión social o la consolidación de guetos no es algo ajeno a nuestra sociedad, y superarlo exige, con frecuencia, adoptar medidas preventivas por un lado y reforzar las políticas compensatorias por otro. No se trata de medidas contradictorias sino complementarias entre sí, que deben ser aplicadas según cada circunstancia.
7ª Los problemas de detección y de atención temprana
Tal vez sea éste uno de los campos donde las debilidades son más notorias y las consecuencias para el menor, más graves.
Muchas veces, la intervención institucional para garantizar los derechos de un menor o de una menor en situación de riesgo o especial vulnerabilidad responde a un proceso cronológico que se puede simplificar en términos como: prevención – detección del problema – decisión de intervenir – atención o intervención – seguimiento – búsqueda de "salidas". Esto es muy claro, por ejemplo, en la respuesta a las situaciones de grave riesgo o desamparo, pero también es aplicable a otras como la respuesta al acoso escolar, a las necesidades educativas especiales, a los problemas de drogadicción, a los problemas con la justicia, etc.
Podríamos decir que nuestros sistemas han desarrollado especialmente las fórmulas de atención o intervención más intensiva (red de hogares o centros de acogida, centros de internamiento, unidades de hospitalización…) pero encuentran serias dificultades en la prevención (que exige intervenciones más globales), en la mejora de la detección y la rapidez de la respuesta (que exige una mayor conciencia social, el reforzamiento de los servicios de base, la coordinación entre diferentes servicios educativos, sociales, sanitarios…), en el seguimiento y evaluación de los procesos, en las respuestas "comunitarias"…
Nosotros mismos, en muchas ocasiones, nos centramos y analizamos con detalle la calidad de la respuesta que se ofrece al menor durante un determinado tiempo: el tiempo de acogida, el tiempo de internamiento… Es decir, dedicamos la mayor parte de nuestros esfuerzos a analizar la atención, la intervención, la respuesta, durante un tiempo muy concreto. Pero es muy posible que los problemas más graves no se estén produciendo ahí, en esa fase, sino previamente (en la gestación del problema, antes de la detección o de la decisión de intervenir) o con posterioridad (al volver al contexto familiar o al iniciar un proceso de emancipación por mayoría de edad…).
Superar las dificultades para prevenir a tiempo los problemas o evitar su agravamiento, para detectarlos tempranamente, para responder con rapidez y sin dilación cuando las posibilidades de intervención no son todavía tan drásticas, constituye seguramente uno de los retos más importantes de nuestros sistemas de atención a menores en riesgo o situaciones de especial vulnerabilidad. Estas dificultades están en el origen de muchos de los problemas que afectan a niños, niñas y adolescentes en situaciones de vulnerabilidad, y suelen tener para ellos consecuencias extraordinariamente graves que, en los casos más dramáticos, llegan a la muerte o a la imposibilidad de recuperación.
Esto supone en muchos casos trabajar en el ámbito familiar. Tal vez habría que recordar aquí un dato estadístico que, a pesar de su enorme importancia, suele pasar desapercibido: en nuestro entorno, lo habitual es que el 99% de las personas menores de edad vivan en "su" familia, sea ésta del modelo que sea (familia biológica, familia de acogida, familia de adopción, familia extensa, familia monoparental…). Dicho de otro modo: los/las menores que se hallan acogidos en alguna institución de protección (menores institucionalizados) no llegan ni al 1% del total, incluso si contabilizamos a los menores extranjeros no acompañados.
Es evidente que no todas las familias (independientemente del modelo de familia en el que viva el menor o la menor) disponen de los recursos, destrezas o competencias necesarias para cumplir adecuadamente con sus funciones de cuidado y protección. Por muy distintas razones. Y parece claro también que esta razón está en el origen de muchas de las situaciones de riesgo o de especial vulnerabilidad aquí consideradas.
Pero muchas de esas familias que, por diversas razones son incapaces de ejercer adecuadamente su labor, podrían hacerlo, seguramente, con las ayudas o los apoyos necesarios: apoyo técnico, formación, recursos indispensables, asesoramiento, medidas de conciliación que faciliten los tiempos en común, acompañamiento… En ocasiones existe una gran dificultad para hacer entender y trasladar a las familias el trabajo que se hace desde los servicios de infancia.
En este campo, sin duda, las posibilidades de trabajo y mejora son inmensas y servirían, sobre todo, para prevenir, para evitar situaciones de grave riesgo que, como la experiencia nos muestra, una vez producidas tienen graves consecuencias en el desarrollo del menor y son muy difíciles de reconducir.
8ª La debilidad de los programas de salida y emancipación
Esta cuestión, aunque situada en el tiempo hacia el final de la intervención, presente muchos aspectos en común con lo señalado en el punto anterior para las fases iniciales. En ambos casos, la debilidad se debe o se explica, al menos en parte, por la evidente desproporción (de recursos y programas) entre los servicios o programas que podríamos llamar "cerrados" o "intensivos" y el trabajo comunitario, en medio abierto, o las posibilidades intermedias.
Así, la "salida", normalmente tras varios años de intervención continuada, se convierte en un momento clave, un período crítico lleno de riesgos y que puede echar por la borda, haciendo ineficaz, el trabajo llevado a cabo durante tanto tiempo; por falta de continuidad o de un seguimiento mínimo; por falta de apoyos o de personas adultas de referencia; por falta de recursos específicos…
Al igual que existen itinerarios de inserción social perfectamente claros (familia estructurada – escolarización exitosa – capacitación profesional – acceso al trabajo o a una vida familiar propia…), en nuestra sociedad existen también auténticos itinerarios de exclusión: ausencia de familia o familia desestructurada – escolarización problemática o fracaso escolar – institucionalización – delincuencia – nueva institucionalización – reincidencia…
De ahí, la importancia de prolongar las intervenciones tras los 18 años o, al menos, de efectuar un seguimiento para poder comprobar el grado de éxito o fracaso del trabajo realizado.
La experiencia de estos años muestra con claridad que, cuando se pone a disposición de los menores programas o recursos de emancipación adaptados a sus necesidades, el nivel de "éxito" que se obtiene, medido en términos de autonomía o de inserción socio-laboral, es muy alto. En sentido contrario, la ausencia de recursos o la imposibilidad de acceder a ellos (por no cumplir los requisitos exigidos) por parte de adolescentes o jóvenes, se convierte para muchos de ellos en una dificultad insalvable.
Parece, pues, necesario desarrollar más estos programas, y habilitar recursos que faciliten la emancipación progresiva, la inserción social, o la vuelta de los menores a la familia o a su contexto de origen en condiciones más favorables de las que exigieron una drástica intervención. Se trata, en suma, de mejorar las fases finales de los itinerarios de inserción para no caer nuevamente en otra situación de riesgo.
Esta debilidad, ejemplificada aquí de manera especial para las situaciones de desamparo o desprotección, es igualmente aplicable a otras de las situaciones estudiadas en este informe, como puede ser la "salida" de adolescentes infractores una vez cumplida sus medidas de internamiento, o el acceso a un empleo de alumnado con necesidades educativas especiales, una vez finalizado su periodo de escolarización.
9ª La ausencia de criterios claros o de mecanismos que garanticen la confidencialidad en el tratamiento de la información
No siempre existen criterios claros y correctos sobre cómo debe ser tratada la información referida a los menores en riesgo o a sus familias: qué datos recabar (y cuáles no procede), cómo reflejarlos documentalmente o guardar la información, quién puede tener acceso a los expedientes personales o a los archivos, qué hacer con los expedientes cuando la intervención de un servicio puede darse por terminada… Se trata, evidentemente, de preservar la intimidad del menor o la de su familia y, para ello, de aplicar y respetar el criterio de confidencialidad. Pero no siempre resulta fácil, y pueden darse, incluso, criterios o intereses enfrentados.
Estos problemas suelen ser más evidentes –al menos, según nuestra experiencia– en situaciones conflictivas, en casos de separaciones contenciosas, cuando intervienen agentes policiales, cuando existe un interés de los medios de comunicación por obtener información y recurren, para lograrla, a diferentes fuentes…
Respecto al tratamiento de la información sobre menores por parte de los medios, no es fácil consensuar unos criterios deontológicos respetuosos con sus derechos, aunque ello parezca necesario y en algunos temas o lugares ya se haya logrado, al menos teóricamente. Sin embargo, sí parece exigible y relativamente sencillo que todos los equipos y profesionales que trabajan con menores en riesgo dispongan de unos criterios claros al respecto.
Pero incluso cuando tales criterios existan (que no siempre es el caso), parece necesario efectuar un control sobre su efectivo cumplimiento. Se puede recurrir para ello a diversos medios: revisión de los expedientes personales, comprobación de la seguridad y el acceso a los archivos, revisión de los cuadernos de anotaciones e incidencias, seguimiento de las noticias sobre menores que aparecen en los medios de comunicación y sus posibles fuentes…
10ª La ausencia de una cultura de los derechos de la infancia, que se extienda a toda la población
En el campo de la atención social a menores existe todavía una cierta mentalidad de beneficencia. En muchos casos no existe una conciencia social de que estemos ante derechos exigibles, sino ante prestaciones graciosas, que dependen de las iniciativas de buena voluntad o de la disponibilidad de recursos…
De esta mentalidad social se derivan consecuencias desastrosas para los menores en general, y para los menores en situaciones de riesgo o de especial vulnerabilidad en particular. Sirva como ejemplo, la escasa implicación de muchas personas para denunciar situaciones conocidas de riesgo o de desamparo, a pesar del deber moral y legal de hacerlo. Pero es que también se derivan consecuencias desastrosas para las propias instituciones competentes, obligadas a vencer recelos y resistencias. Así, resulta muy preocupante comprobar las dificultades con las que, a veces, se encuentran para abrir un recurso destinado a menores considerados "problemáticos" en tal o cual lugar: rechazo vecinal, presiones, falta de colaboración de las autoridades municipales… En los últimos años, desgraciadamente, hemos tenido varios ejemplos de ello.
La Convención de los Derechos del Niño no sólo establece un catálogo de derechos: considera a cada persona menor de edad (es decir, a todo niño, niña o adolescente) como un "sujeto de derechos", un ciudadano con derechos. Incorporar esta concepción a nuestra cultura social, incluso a nuestro propio trabajo profesional, hacerla efectiva en la práctica diaria, supone un cambio de mentalidad que exige tiempo y un decidido esfuerzo de divulgación y sensibilización.
Se trata, sin duda, de una tarea que concierne al conjunto de la sociedad, a todos sus componentes, pero corresponde a las instituciones sensibilizar al conjunto de la población –como se hace sobre otras cuestiones–, y liderar los procesos, buscando el apoyo social y contrarrestando, en su caso, la presión o el rechazo que puedan manifestar determinados grupos.
Desde esta misma perspectiva, es preciso incrementar las posibilidades de participación directa de los niños, niñas y adolescentes (derecho recogido en el artículo 12 de la Convención), e incorporar la perspectiva de los derechos a los diferentes servicios. Sólo queda apuntado aquí pero nos parece una línea de actuación con enormes posibilidades –y no pocas exigencias– para cualquiera que trabaje con menores en riesgo o en situación de especial vulnerabilidad.
11ª Las limitaciones de los actuales instrumentos de defensa y garantía de los derechos de las personas menores
Se ha señalado ya la planificación como uno de los elementos que facilitan el control social de las políticas de apoyo a la infancia. Existen también otros instrumentos igualmente importantes y sobre los que podemos insistir. Así, por ejemplo:
– Los reglamentos de organización y funcionamiento o las normas de convivencia que rigen la vida de los servicios destinados a menores, establecen derechos y deberes, o fijan procedimientos.
– Los registros donde se deja constancia de las decisiones tomadas respecto a cada menor, o de las incidencias en las que ha participado.
– La existencia de mecanismos o fórmulas adecuadas de queja y reclamación…
Es evidente que los derechos de las personas menores de edad y en situación de riesgo o especial vulnerabilidad que son atendidas por las instituciones o servicios son más fáciles de garantizar cuando existe este tipo de instrumentos, útiles para todas las partes:
– Para los propios menores o sus familias, que pueden participar activamente en la elaboración de las normas, disponer de un marco claro y, en caso necesario, canalizar sus quejas.
– Para los profesionales, que pueden disponer así de criterios y de procedimientos que les permiten tomar decisiones de acuerdo con un marco previamente establecido.
– Para las administraciones o entidades competentes, que disponen así de mecanismos de control.
– Para las instituciones garantistas que tienen como función la defensa de los derechos de las personas, como es el caso del Ararteko...
En todos estos casos se aprecian limitaciones que es preciso superar.
* * * *
Si el análisis de causas o debilidades aquí expuesto es válido, habrá que resolver esos problemas para mejorar la atención a los menores en situaciones de especial vulnerabilidad. Es decir:
– Habrá que atajar, de raíz, las causas que están en el origen de tales situaciones (mejorar, por tanto, la prevención).
– Habrá que mejorar la colaboración entre los servicios especializados y las redes o sistemas ordinarios.
– Habrá que evitar la descoordinación entre las diferentes administraciones y servicios que intervienen ante este tipo de situaciones.
– Habrá que planificar las intervenciones, evaluarlas sistemáticamente y, en función de sus resultados, introducir las modificaciones necesarias.
– Habrá que mejorar, en rapidez y adecuación, la respuesta que se da a las situaciones "novedosas".
– Habrá que adoptar medidas compensatorias para las situaciones más desfavorecidas.
– Habrá que garantizar la confidencialidad en el tratamiento de los datos.
– Habrá que mejorar en todas las fases de la intervención con menores en situaciones de especial vulnerabilidad, sobre todo en las fases iniciales (detección, adopción de medidas) y en las fases finales, que facilitan la emancipación o la inserción social.
– Habrá que clarificar las responsabilidades y los marcos de actuación de quienes intervienen con menores en situaciones de especial vulnerabilidad, ofreciendo unas mejores condiciones al trabajo de los/las profesionales.
– Habrá que lograr una mayor sensibilización o conciencia social sobre los derechos de la infancia.
– Habrá que disponer de instrumentos más eficaces de defensa y garantía de los derechos de estos menores…
Buena parte de las recomendaciones que efectuamos en el capítulo siguiente pretenden desarrollar y concretar las anteriores líneas de actuación.